Tengo que hacer ejercicio todos los días, sin excepciones.
Así me lo exige el médico. Van tres años y espero que sean unos cuantos más.
Tres veces por la semana juego al básquetbol. Los otros cuatro, camino cuarenta
minutos. Rápido.
Siempre que puedo, la caminata la hago por la playa de
Lagomar. En estos tres años, lo he hecho de mañana, de tarde y de noche. Hacia
el este y hacia el oeste. Con short, remera y protector solar; y con tres
buzos, campera y dos bufandas. A veces, en invierno, cuando el viento arrecia o
llueve con fuerza, no me cruzo con ninguna otra persona en los cuarenta minutos
de marcha.
He aprendido a reconocer a los de mi tribu: están allí en
esos días en los que nadie más baja a la playa. Casi todos tienen entre 40 y
50 y pico, caminan más rápido que lo normal, la mirada fija, concentrada, perdida. No
llevan radio ni mp3. Eligen las horas menos concurridas, porque el médico les
prohíbe detenerse a saludar gente: la caminata debe ser continua, sin paradas.
De lo contrario, no sirve.
En invierno pisamos la mugre. La Intendencia –ahora “comuna
canaria”- considera que no es menester limpiar la playa fuera de temporada. Uno
camina entre miles de envases, bolsas de nylon, botellas de vidrio y de plástico,
envoltorios diversos, preservativos, jeringas, juguetes rotos, esqueletos de
pescados y gallinas muertas dejadas por los umbandistas.
De vez en cuando aparecen los objetos más insólitos, como un
viejo sofá que alguien abandonó en la playa y allí estuvo pudriéndose durante semanas.
Hace unos meses hubo una verdadera invasión de unas botellas
de plástico de medio litro con una etiqueta escrita en chino, japonés o
coreano. Parecían ser de agua mineral, pero no puedo estar seguro. Eran de un
plástico mucho más delgado que el que se usa aquí. Estaban tapadas pero sin
líquido dentro, como si hubieran perdido su contenido por arte de magia. Aparecieron
por cientos durante una semana, después nunca más.
Lagomar es la quintaescencia del estuario. Las aguas dulces
y saladas están siempre mezclándose. En la reseca que deja la marea se unen huevos
de caracol oceánico (mucha gente cree en forma equivocada que son huevos de
tortuga) con camalotes de agua dulce, que vienen desde el Uruguay o el Paraná.
Foto: Eduardo Irazabal. |
Cuando la salinidad cambia de golpe, la costa se llena de
peces condenados. He visto la playa llena de dorados muertos o a punto de
morir. Más de una vez recogí un pez todavía vivo y lo devolví al mar, pero es
inútil. Si el agua es muy dulce o muy salada para el código de su especie, la
suerte del pobre animal está echada.
Un pescador me dijo que si se captura al pez mientras todavía
está vivo, se lo puede comer. Pero nadie aprovecha. Quizás debería informarse
que está ocurriendo un cambio de salinidad, sin duda algo más importante que la
última novedad de Show Match. Pero los medios están con Tinelli, no con la
costa.
Los cadáveres de los dorados o los bagres, que en ocasiones llegan
a ser miles y miles, cubren luego la playa entera. Las gaviotas no pueden comer
tanto. Al cabo de una semana, el hedor comienza a sentirse. La Comuna canaria
no se entera. Para la autoridad, la playa no existe en invierno.
El hedor es peor cuando aparece un lobo de mar muerto. De un
tiempo a esta parte, los cadáveres de lobos de mar son algo cada vez más
frecuente. Después del último ciclón, aparecieron al menos cuatro. Los rumores
dicen que los matan los pescadores, pero no sé si es cierto.
Así como los lobos, en la orilla he visto pudrirse muchos cuerpos
de animales: pingüinos que perdieron el rumbo; tortugas marinas grandes como un
abrazo; delicadas franciscanas, el esquivo y bello delfín del Plata.
Pero la costa es también el espectáculo de la vida. Una vez
me topé con un lobito que parecía muerto, pero solo dormía. En los pastizales
que separan la playa de la avenida, vi correr una liebre, sorprendí a una
pareja de tucu tucus asomándose desde su mundo subterráneo, descubrí apereás que
todavía habitan un pequeño bañado.
Además, desde hace un tiempo es cada vez más habitual la
presencia de aves rapaces. Este invierno, tres o cuatro veces, me topé con
enormes caranchos, solitarios o en pareja, posados en la orilla misma, comiendo
pescado. También son frecuentes los gavilanes. ¿Estas especies están
colonizando la playa? Me gustaría tener una respuesta.
Muchas veces me digo que voy a averiguar qué hay detrás del
misterio de las botellitas chinas, la sobreabundancia de lobos muertos, la invasión
de aves rapaces. Pero no lo hago: las obligaciones del trabajo diario me llevan
a otras investigaciones. En la playa apenas soy un caminante, testigo si se
quiere, pero no periodista.
Haría falta alguien que de verdad investigara lo que ocurre
en ese lugar que no existe para las autoridades durante nueve meses al año.
Es lo mismo que pasa con el resto de las cosas. Hoy hay
muchos –políticos, sociólogos, filósofos, expertos en nuevas tecnologías, teóricos
de la comunicación, incluso periodistas- que creen que ya no se necesita al
periodismo. Que basta con internet, los blogs, las redes sociales. Que cada uno
tiene su propio espacio en el nuevo mundo híper conectado. Que todos pueden
hacer sonar su propia voz. Que ya no se necesitan intermediarios, cuenteros
profesionales.
Pero las personas en las redes sociales son lo mismo que yo
en la playa: somos testigos, podemos contar lo que vemos, pero no podemos
explicarlo.
Para explicar qué son esas miles de botellitas chinas, si
hay algo raro detrás de todos esos lobos que aparecen muertos, por qué hay
caranchos comiendo a cien metros de la rambla, se necesita que alguien se
dedique a preguntar, a reunir las piezas del rompecabezas, a investigar. Un
periodista, no un caminante.
Cuando la curiosa alianza entre las fuerzas de la tecnología
y del antiperiodismo haya completado su obra, el peligro será que toda la
sociedad sea lo mismo que la costa por donde camino. Un lugar que solo existe
cuando las autoridades quieren que exista. Un enorme e inexplicable misterio.
Publicado en el semanario Brecha, en la edición del 28 de diciembre de 2012.
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